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Coleccionar no es acumular. Es un gesto íntimo, casi instintivo, que nace de una mirada inquieta. Este artículo explora el momento en que surge el deseo de reunir imágenes, y lo que eso revela sobre nuestra forma de ver el mundo.
El impulso primigenio: la necesidad de poseer una imagen
Todo coleccionista recuerda una primera vez. Aquel instante en que una imagen se convirtió en algo más que una imagen: en un objeto necesario, un pequeño tesoro visual que pedía ser guardado, contemplado, poseído. No siempre hay racionalidad en ese gesto. A veces se trata de un acto reflejo, una urgencia interior que nos empuja a retener lo que podría escapar. Esa primera fotografía —comprada, encontrada, regalada— marca el inicio de una relación con el arte que es tanto estética como afectiva.
El impulso de coleccionar nace muchas veces antes que el lenguaje para explicarlo. Hay quien empieza por azar, sin saber que está empezando. Pero en el fondo, ese impulso es una forma de reconocimiento: al ver cierta imagen, uno se ve también a sí mismo.
Coleccionar como acto de reconocimiento interior
Lo que elegimos guardar habla de lo que nos conmueve. Por eso, coleccionar imágenes es también un acto de autoconocimiento. Cada fotografía elegida contiene una pista sobre nuestra sensibilidad, sobre lo que buscamos ver en el mundo o, quizás, lo que anhelamos comprender. El coleccionista primerizo no sabe del todo qué busca, pero sabe cuándo lo encuentra: lo reconoce como si ya lo hubiera visto antes, aunque sea por dentro.
Ese reconocimiento no siempre es inmediato. A veces llega tiempo después, cuando al mirar atrás uno descubre un patrón, una cierta coherencia secreta en las elecciones hechas. Allí empieza a perfilarse una mirada: no solo la del artista, sino también la del coleccionista.
El primer hallazgo: la fotografía que inicia todo
Hay una fotografía fundacional. Puede ser una imagen anónima hallada en un mercadillo, una impresión de autor adquirida con esfuerzo, o incluso una fotografía heredada. Lo que importa no es su valor de mercado, sino su capacidad para permanecer. Esa imagen no se olvida. Se convierte en un punto de referencia, en una especie de brújula estética que orientará futuras decisiones.
Muchos coleccionistas siguen regresando mentalmente a esa primera pieza. La recuerdan no solo por lo que muestra, sino por lo que despertó. Es, en cierto modo, el embrión de una colección futura, incluso si en aquel momento no se concebía aún como tal.
Entre deseo y sentido: lo que buscamos al coleccionar
Hay deseo en el acto de coleccionar. Deseo de belleza, de pertenencia, de comprensión. Pero también hay sentido. Una colección no se construye solo con lo que atrae, sino con lo que permanece, con lo que resiste al tiempo y a la repetición. En ese cruce entre deseo y sentido se forma la colección: como un mapa que vamos trazando sin saber el destino final, pero con una fidelidad profunda a cierta forma de mirar.
El coleccionista novato pronto descubre que no todo lo que gusta merece ser parte de su universo. Empieza a afinar el ojo, a rechazar incluso lo que en otro momento habría adquirido. No se trata de austeridad, sino de búsqueda: se colecciona menos, pero mejor. Se empieza a coleccionar con sentido.
La promesa de una mirada futura
Empezar a coleccionar es, en el fondo, empezar a mirar de otro modo. No solo hacia afuera, sino hacia adentro. Cada imagen elegida es una promesa: la de seguir construyendo una visión personal del mundo, una galería íntima donde lo que importa no es el número, sino la resonancia.
El origen del coleccionista está en ese primer gesto silencioso que dice: esto me habla, esto quiero conservar. Y a partir de ahí, el camino se abre. No hacia la acumulación, sino hacia la construcción paciente de un lenguaje visual propio. Porque coleccionar imágenes es también una forma de narrarse, de imaginarse, de estar en el mundo con los ojos bien abiertos.