En una noche de luna llena, me aventuré hacia lo más profundo del bosque, siguiendo un antiguo sendero oculto que solo los iniciados conocían. El misterio y la curiosidad me llevaron hasta una cueva escondida entre la maleza. Al acercarme, quedé atónito al presenciar una escena que jamás habría imaginado.
En el interior de la cueva, la luz de la luna se filtraba por una abertura en la roca, iluminando el lugar con una luminiscencia plateada. Allí, en el centro de la caverna, se encontraban dos brujas de una belleza misteriosa. Sus cabellos negros, tan oscuros como la medianoche, caían en cascadas sobre sus hombros. Vestían túnicas oscuras que parecían absorber la luz de la luna, y una de ellas ocultaba su rostro bajo una capucha.
Entre las brujas, un caldero burbujeaba sobre una hoguera crepitante. Con manos expertas, removían un brebaje mágico que desprendía un aroma embriagador. El fuego iluminaba sus rostros con destellos dorados, haciendo que sus ojos brillaran como estrellas en la noche.
Pero lo que más me asombró fue lo que yacía en el fondo de la cueva, en la penumbra. Allí, apenas visible, se encontraba una forma informe, como un ser humano transformado por hechizos ancestrales. Su presencia emanaba un aura de misterio y poder, y me pregunté qué secreto guardaba su existencia.
Las brujas continuaron su trabajo con determinación, ignorando mi presencia. Sentí que era testigo de un ritual ancestral, un encuentro entre la magia y lo desconocido. ¿Qué propósito perseguían estas hermosas y enigmáticas brujas en aquella noche de luna llena? Mi curiosidad y temor se entrelazaron, y me quedé allí, sin atreverme a interferir en su misteriosa labor, mientras la luz de la luna iluminaba su camino en la cueva de las brujas.